… Hace 5 mil millones de años, el Sol y su inmensa y variada corte de mundos eran apenas una promesa. Una masa informe de hidrógeno y helio, apenas salpicada por elementos más pesados. Un desprolijo amasijo de materiales crudos, perdido en un rincón de una galaxia, una de las tantísimas que apenas distraen al universo de sus descomunales vacíos. Lentamente, la gravedad fue tomando las riendas de la situación, probablemente ayudada por la onda de choque de alguna supernova cercana. Y así comenzó a forjarse una estrella, y a partir de los restos de su formación, una multitud de incontables cuerpos menores.
Durante siglos, el origen del Sistema Solar fue uno de los misterios más grandes y apasionantes de la astronomía. Y si bien es cierto que, muy a grandes rasgos, fue un proceso descripto hace más de dos siglos, sus detalles más finos recién pudieron delinearse durante las últimas décadas, a fuerza de observaciones telescópicas muy precisas, misiones espaciales, y complejas simulaciones por computadoras. Más allá de ciertas zonas algo difusas, hoy en día es posible entender los mecanismos que dieron nacimiento al Sol, los planetas (y sus lunas), los asteroides y los cometas. Y por qué son cómo son, y están dónde están.
Primero, el Sol...
Todo comenzó hace casi 5000 millones de años. Por entonces, en un rincón de la Vía Láctea, más cerca del borde que del centro, una nube de gas y polvo de cientos de miles de millones de kilómetros de diámetro -como tantas otras que salpican e integran los brazos espiralados de la galaxia- comenzó a contraerse por acción de su propia gravedad. Pero parece que hubo algo más: teniendo en cuenta la relativa abundancia de átomos pesados (carbono, oxígeno, nitrógeno, magnesio, hierro y otros), los astrónomos sospechan que aquella masa primigenia fue enriquecida por los elementos químicos lanzados al espacio por una supernova relativamente cercana (la explosión de una estrella enorme que, a lo largo de su vida, fue forjando esos elementos en su núcleo). Supernova que, de paso, y mediante ondas de choque, ayudó a acelerar la contracción de aquella masa de gas y polvo.
Durante cientos de millones de años, esa nube siguió contrayéndose más y más, tomando lentamente la forma de un disco en veloz rotación. En la zona central de ese disco, y como resultado de la contracción, la presión y la temperatura fueron aumentando sin parar. Hasta que, pasados unos 400 a 500 millones de años, ese núcleo infernal fue tomando una forma más o menos esférica: era el embrión de nuestra estrella, o el “proto-Sol” (como lo llaman los astrónomos). En cierto momento, cuando la temperatura interna de ese embrión estelar superó los 10 millones de grados, el hidrógeno comenzó a fusionarse en helio. Y entonces si, se encendió el Sol. Una máquina gravitatoria que funciona a la perfección desde aquel lejano entonces, “quemando” su propio hidrógeno, y bañando de luz y calor a todo el Sistema Solar.
... Y luego, los planetas
La estrella recién nacida dejó a su alrededor un desparramo de materiales sobrantes. Un colosal disco de restos que se fueron acumulando, y también diferenciando, hasta formar a los planetas y sus lunas, los asteroides y los cometas.
Los elementos más pesados y menos volátiles, como el oxígeno, el magnesio o el hierro permanecieron más cerca del Sol. Y formaron granos de polvo que, mediante choques y fusiones, se unieron en piezas sólidas cada vez más grandes.
Primero, eran simples guijarros de silicatos y metales. Pero luego de algunos millones de años, esa caliente zona, cercana al Sol, ya estaba poblada de millones y millones de pesados cascotes, de cientos de metros, o incluso, kilómetros de diámetro: eran los “planetesimales”. Ni más ni menos que los ladrillos que terminarían por construir, finalmente, a Mercurio, Venus, la Tierra (y la Luna), y Marte.
Otros materiales pesados quedaron desparramados un poco más lejos, pero nunca llegaron a consolidarse en verdaderos planetas: son los asteroides, reliquias rocoso-metálicas que giran alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter. Nada es casual: al parecer, fue justamente el poderoso campo gravitatorio de Júpiter el que impidió, mediante continuos “tironeos”, el ensamblaje de los asteroides en cuerpos más grandes. A propósito de Júpiter: su historia y naturaleza, y la del resto de los planetas gigantes, fue muy distinta a la de la Tierra y sus vecinos.
Mundos de gas
La radiación y el “viento solar” (una corriente de partículas que el Sol emite en todas direcciones) de la joven estrella “soplaron” hacia fuera a los materiales más livianos, esencialmente, el hidrógeno y el helio. Y fueron justamente esos gases lo que iban a formar a los planetas externos del Sistema Solar. Sobre este punto los astrónomos no están completamente de acuerdo. Más bien, proponen dos modelos diferentes para explicar el origen de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
El primero dice que estas moles planetarias se gestaron a partir de núcleos sólidos (de polvo y hielo) que fueron atrayendo progresivamente el abundante hidrógeno y helio que había a su alrededor. La otra explicación plantea un proceso más rápido, que prescinde de los núcleos sólidos iniciales, para plantear, directamente, un escenario de veloz contracción de los gases, hasta formar aquellos enormes mundos (que, de todos modos, esconden núcleos sólidos).
Sea como fuere, hay algo que está claro: al igual que los planetas sólidos, los gigantescos planetas gaseosos están donde están, y son como son, por culpa de la distribución inicial de los materiales en torno al Sol recién nacido. Y como veremos a continuación, lo mismo ocurrió con los helados munditos aún más lejanos.
Fronteras de hielo
Más allá de los planetas gigantes, y debido a las bajísimas temperaturas (del orden de los -200oC o menos), otros gases “soplados” hacia fuera por el Sol (y sobrantes de su formación) terminaron por congelarse, formando un inmenso desparramo de pequeños cuerpos helados. Allí está el ahora “planeta-enano” Plutón, y cosas que se le parecen, como Quaoar, Varuna, Ixion, Sedna y el propio Eris (aún más grande que Plutón). Todos más allá de la órbita de Neptuno, y formando, junto a otros millones de bolas de hielo, el “Cinturón de Kuiper”. De allí vienen, justamente, los cometas de “período corto” (aquellos que tardan menos de 200 años en dar una vuelta al Sol), como el Halley, probablemente lanzados hacia el interior del Sistema Solar por interacciones gravitatorias con sus vecinos.
Otros cometas (los de período largo), vienen de la “Nube de Oort”, una suerte de gigantesca cáscara esférica -formada por miles de millones de pedazotes de hielo- que envuelve a todo el reino solar. Y cuya “pared” interna está cientos de veces más lejos que el “Cinturón de Kuiper”. Hoy en día, esa cáscara de escombros helados, restos vírgenes de aquellos lejanos tiempos de los orígenes, marca el límite material formal de nuestro Sistema Solar.
Una masa de gas y polvo que colapsó hace 5000 millones de años, forjando en su centro masivo y caliente a una estrella. Y a su alrededor, un tendal de materiales, diferenciados según las distancias, que fueron dando origen a planetas rocoso-metálicos, asteroides, enormes planetas gaseosos, y una multitud de pequenas bolas de hielo. Así nació el Sistema Solar. Así comenzó su historia. Una historia más, entre tantísimas otras historias posibles de estrellas y planetas, que existieron, existen o existirán en el universo.
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